Dureza de la patria
Patria y Nación son dos conceptos que evocan una inherente virilidad ideológica. Por una parte, los hijos de los fundadores de Roma eran denominados patricios, lo cual, indicaba la misión sustantiva de los protectores o patronos de la ciudad. La idea de Nación comprende a los individuos que pertenecen a un origen común, designado por su situación geográfica, política, lingüística, histórica. El patriotismo es un sentimiento de exaltación de los valores que sirven de base a la identidad cultural de una Nación, reconocida o sintetizada en diversos símbolos, y practicada como vínculo afectivo.
El nacionalismo, en cambio, es una
ideología que establece como verdaderos los significados producidos en su
interior para legitimar creencias dominantes u opositoras. Terry Eagleton en su
obra Ideología: una introducción (2005) afirma: «La ideología contribuye a la constitución de intereses
sociales [...] Representa los puntos en que el poder incide en ciertas
expresiones y se inscribe tácitamente en ellas». La implantación de un discurso
ideológico se logra mediante un largo proceso, en el que intervienen distintos
instrumentos y mecanismos de introyección que imponen una aparente imagen
colectiva de la historia y de la misión de los pueblos, pero que en realidad,
representa los intereses de un grupo específico y diferenciado. Dicha
imposición tiende a excitar la emotividad en las multitudes, de tal manera que,
el nacionalismo requiere, además de la identificación y el reconocimiento de
los significados interpretados por el grupo dominante, la exaltación del
sentimiento primitivo de pertenencia, dando como resultado una actitud
patriótica que exige el sacrificio y la defensa a ultranza de las creencias
preestablecidas por dicha visión, tan característica de idea de soberanía que
tuvo su auge con el desarrollo de los estados nación. En ambos conceptos —patriotismo
y nacionalismo— resalta la violencia inherente a las relaciones de poder, y su
correlato la guerra, que ha sido el uso histórico para la legitimación, el
dominio y la extensión de dicho discurso, de ahí su resonancia masculinizada.
Susan Sontag, comentando el oportuno ensayo Tres guineas (1938), donde
Virgina Woolf expone sus opiniones antibelicistas, subraya en coincidencia con
la autora de Las olas, «que la guerra es un juego de hombres; que la
máquina de matar tiene sexo, y es masculino».
En
las antípodas de esta versión viril de la patria, Ramón López Velarde propuso
hacia 1921 una mirada intimista de México. La Suave Patria celebra la
levedad y la consistencia de la energía femenina de la tierra, más acorde con
el orden natural que con el discurso político. El poeta exhorta a la Nación —en
un dístico no exento de conservadurismo— a mirarse en su auténtica naturaleza,
más allá de la circunstancia histórica que había desgarrado al país:
Patria, te doy de tu dicha la
clave:
sé siempre igual, fiel a tu
espejo diario
Por ello evoca imágenes donde
aparece lo femenino como pulsión contenedora, donde se conjuga la idea de la
mujer como imagen del mundo y como el ser temporal y cotidiano que daría
sentido a la identidad, inspirándola —para usar un término caro a los poetas:
Suave Patria: permite que te
envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las
hachas,
entre risas y gritos de
muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
O
bien:
Suave Patria: tú vales por el
río
de las virtudes de tu mujerío;
tus hijas atraviesan como
hadas,
o destilando un invisible
alcohol,
vestidas con las redes de tu
sol,
cruzan como botellas
alambradas.
Contrario
a la opinión ordinaria, no es un poema nacionalista, acaso una enmienda
antagónica que intenta construir una concepción nueva de la patria. Octavio Paz
escribió en ese bello ensayo, El camino de la pasión que dedica al poeta
zacatecano, y que forma parte de su libro Cuadrivio (1987 ) que: «La
suave patria no es un canto a las glorias o desastres nacionales. Al
iniciar su poema, López Velarde nos advierte: ‘navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan...’ Y lo cumple: no hay apenas alusiones a la historia
política o social de México, ni a sus héroes, caudillos, tiranos y redentores».
Aun reconociendo el folclorismo
que reviste al poema, su connotación es clara: construye una imagen opuesta al
discurso imperante y al crudo contexto revolucionario. No es un canto para
ensalzar las conquistas de un país en el que creyó ilusionarse ni aquél que
pudo suponer como proyecto en su afinidad maderista, más bien, debió ser fruto
de la decepción generada por la incomprensión ante el desgaste de la realidad
sociopolítica de México.
Marco Antonio Campos explica en El
Jerez de López Velarde (2002), que el poeta muy pronto reconoció que «La
Revolución, que había empezado como una acción justa y plausible para hacer
polvo la tiranía, se había convertido pronto en una tragedia diaria donde las
partes en combate se disputaban la supremacía de la crueldad». En algunos poemas, cartas y prosas, se
manifestó contra los actos injustificables de la barbarie; quizá el ejemplo más
fehaciente se halla en El retorno maléfico —cuya atmósfera reproduce en
un espejo atroz, imágenes que se asemejan al contexto del horror en el que
tantos municipios, ciudades y estados viven arrasados por la actual violencia,
entre ellos, particularmente Zacatecas ha sufrido una escalada de incontenible
atrocidad:
Mejor será no regresar al
pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la
metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula
oronda,
han de rodar las quejas de la
torre
acribillada en los vientos de
fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo
pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una
mecha
su esperanza deshecha.
La
situación histórica de entonces, evidentemente, fue distinta a la nuestra; sin
embargo, se trata de la sensación de incertidumbre generalizada, en la que una
parte considerable de la sociedad civil coincide. La crítica pasional que
apunta López Velarde en su prosa Novedad de la patria, (1921) es
incisiva porque delata las dificultades del México que emergía tras los años en
revuelta: «El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores
que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad». Se refiere a la
instauración del horror producida por los crímenes perpetrados por ambos
frentes, federales y villistas. Pero hay un eco que resuena con trágica
persistencia en la s noticias de ayer, hoy, mañana. Guillermo Sheridan recrea
en su biografía Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde (1989),
un escabroso pasaje sobre la dominación de Zacatecas, testimonio que da cuenta
de las aberraciones y que se replican en las crónicas periodísticas de nuestro
tiempo, en las que se nos presenta un país de nuevo abatido por la
incertidumbre y la barbarie. López Velarde, narra Sheridan:
Tuvo que enterarse de las cosas
que pasaron en Jerez. Un sujeto llamado Daniel Vanegas, hombre del general
Justo Ávila, villista, se apoderó de Jerez. Una mañana, enloquecido de poder y
tequila, ese sujeto mató a una mujer que se negó a revelar el escondite de su
hija. La arrastró con el cabello. A un sacerdote, el padre Gallardo, y a su
madre, los arrojó vivos a una caldera. Se ensañó con un notable del pueblo,
Enrique Raigosa, y lo despedazó poco a poco. La esposa iba detrás de ellos,
gritando como una loca, recogiendo los pedazos que Vanegas le amputaba a su
marido. Un par de días más tarde, Justo Ávila lo mandó matar, pero el daño ya
estaba hecho.
Contra esa versión del México
embravecido, brutal y viril —que por momentos parece cobrar nuevos ímpetus con
un siglo de supuesta modernidad y democracia—, nuestro poeta opone su imagen de
la «suave patria», símbolo de lo femenino que subyace en el reconocimiento del
terruño —la íntima provincia—, y que supuso permitiría, si no el renacer del
México que añoraba, al menos construir una identidad alejada del horrísono
trepidar de la guerra y de la ingobernabilidad. En Novedad de la patria,
lanza esta idea que cifra su extraña concepción: «Es el momento arcano de la
dominación femenina por la voz», es decir, la necesidad de mirar a través del
misterio simbolizado por el temperamento femenino, en tanto perspectiva opuesta
a los rituales del dominio y el poder ejercidos por una energía
masculinizante.
El uso de lo femenino como fuerza
unificadora se trata de una alusión simbólica. López Velarde intenta resolver
sus profundas contradicciones internas, que él veía proyectadas bajo la
identidad escindida de lo «mexicano», y según Carlos Monsiváis en su lúcida
introducción a la antología Poesía mexicana (1979): «En esta poesía se
consuma la unión entre las dos grandes fuerzas de México que bien pueden ser la
sensualidad y el amor a Dios, o la provincia y la capital, o la carne y el
espíritu, o lo hispano y lo indígena, o la devoción y la blasfemia».
Hoy, intentamos reflexionar en
medio de circunstancias críticas que tampoco contribuyen para clarificar
nuestra idea de nación, si bien, la dificultad en la comprensión de lo
«mexicano» radica en su diversidad, prevalece una visión polarizada de la sociedad que es promovida,
tanto por los medios de comunicación como por el Estado y la sociedad civil.
Esta versión maniquea de lo «mexicano», la explica con acierto Bolívar
Echeverría en su esclarecedor ensayo sobre La modernidad y la
anti-modernidad de los mexicanos (2010):
Muchas denominaciones ha tenido
la pareja de los dos ‘hermanos enemigos’ que cohabitarían en el mismo México;
se ha hablado del ‘México profundo’ por debajo del México moderno, el uno
campesino, el otro citadino; del México religioso en resistencia al México
secular, el uno conservador y guadalupano, el otro liberal y científico, el uno
tradicionalista, el otro progresista; se ha hablado, en fin, del ‘México
bronco’ amenazando siempre al México civilizado, el uno ‘populista’, el otro
‘democrático’ —como se diría ahora.
Añadiría: el México del norte
frente al México del centro; el México excluyente y clasista por encima del
México naco; el México alternativo contra el México masificado en la
complacencia del consumismo; el México justo ante el México maniatado por su endémica
corrupción que hoy se revierte contra la sociedad civil bajo la incontrolable
violencia provocada por el crimen organizado y un Estado rebasado que no atina
a generar estrategias capaces de refrenar, abatir y erradicar la degradación.
Esta dicotomía de una identidad en
tensión, suele desgarrar el tejido social, propiciando una circunstancia en la
que predomina la dureza de la patria sobre la levedad, el uso de la fuerza y no
el instinto contenedor, el desbordamiento agresivo y no la capacidad de
acordar. Los periodos críticos —en los que se registra un alto desgaste social—
tienden a producir la oposición entre identidades divergentes, extremando las
actitudes, tanto del conservadurismo más férreo como de los resentimientos
profundos de clase. Conflicto que, en estricto sentido, a nadie beneficia, pero
que los grupos dominantes suelen aprovechar para imponer su visión sesgada de
la realidad, tan proclive para los usos del nacionalismo cuya marcha se percibe
en la militarización de la vida cotidiana. La demarcación excluyente de la
identidad de los grupos deviene en una falta completa de comprensión de la
realidad política, como lo advierte López Velarde somos «Hijos pródigos de una
patria que ni siquiera sabemos definir», y que nos sugiere una interrogante a
la que estamos llamados a responder: «¿Quedará prudencia a la nueva patria?».
Por Diego José
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